Acerca del paso del tiempo en Gyumrí
pecado del kebab, decidieron llamar al médico. Mientras tanto, mi abuela estaba empeñada en que tomara el té de yuyos que elaboraba con hierbas de su huerta. Ella, con su envidiable energía vital a pesar de sus casi ochenta años, bajó y subió a pie los cinco pisos hasta el departamento (tal como lo hacía varias veces al día, todos los días), por lo cual no podía rechazar el preciado medicamento casero que, lamentablemente, nunca me curó. Algunas horas más tarde, y gracias a los mimos de Lena más que al Ibuprofeno que me inyectó la médica que vino a atenderme, ya estaba recuperada. Mi abuela, después de discutir acaloradamente con la doctora, había entendido que necesitaba hacer ayuno. Eso sí, no me dejó salir de su cuidado por dos días. Ese tiempo me sirvió para observar desde la ventana del departamento los cientos de montañas y el extenso campo que daban cuenta del final de la ciudad. Pero desde ese mismo punto se podía observar que Gyumrí es una ciudad que estaba planificada para ser mas extensa. Entre esos campos, y a unos metros de mi ventana, se apreciaba el esqueleto de construcciones que nunca se finalizaron, la promesa de la casa propia para los cientos de gyumretsís que aún hoy, y no muy lejos del barrio donde me encontraba, viven en containers que fueron donados para alojar provisionalmente a los damnificados del terremoto. Vaya si estos armenios nos pueden hablar acerca del tiempo… El tiempo y el olvido. Ellos no sólo se sienten postergados sino también, en cierta forma, traicionados. Su explicación es que toda la plata que les prometieron para el crecimiento de Gyumrí fue destinada a largo de todos estos años a la reconstrucción de la actual (moderna y bellísima) Stepanakert, capital de Karapagh. Este sentimiento de relego remite al mismo diciembre de 1988. Muchos creen que, tras la catástrofe, los yerevantsí no fueron del todo solidarios y mucho menos colaboradores (como sí admiten que fue la comunidad internacional). La causa de este comportamiento, dicen, es debido al supuesto proyecto de traslado de la capital de Yerevan a Gyumrí: según cuentan, para ese entonces esta última era una ciudad muchos más rica, repleta de fábricas e inversiones. A veces me ponía contenta saber que la mayoría de las habitantes de Gyumrí no suelen ir a Yerevan. Si vieran la ciudad en que se convirtió en estos últimos años seguramente sería aún mayor el recelo. Escuchar a nuestra maestra de armenio en Gyumrí, Diguín Anahid, estallar en llantos cuando nos contaba su desgracia tras el terremoto fue sólo una de las tantas situaciones que me tocó vivir. Resta ponerse a hablar escasos diez minutos sobre la tragedia para que la gran mayoría de la gente adulta termine expresándose en lágrimas desconsoladas, señal de que aún en el tiempo y en sus memorias no fue reparado el daño causado por el sismo. La realidad actual no es menos triste: muchos de los gyumretsí con los que hablé explicaban que gran parte de los problemas de la ciudad se debían a que el 80% de los adultos de sexo masculino de la ciudad se encuentra desempleado. El hecho más palpable (y lamentable) es que hoy los niños de Gyumrí crecen sin la figura paterna, ya que muchos de estos padres viven en el exterior (Rusia, Europa en general). Las mujeres tampoco tienen trabajo, y poco les queda por hacer. Ello explica el ritmo de sus caminatas. No hay ningún lugar hacia donde ir, a donde llegar. El tiempo, simplemente, sobra. Ese el caso de la familia con la que viví. Llegamos a convivir en un mismo departamento de tres ambientes nueve mujeres y el único varon, Stiopik, que hace poco cumplió un año. Su padre, de 23 años, vive en San Petersburgo, donde trabaja, y era una costumbre diaria escuchar a Herminia, su esposa, hablar vía Skype todas las noches. Estaban felices porque, gracias a algunos ahorros, él podría asistir al bautismo de su primogénito. ¡Éramos tantas mujeres que era un festejo en esa casa cuando nos visitaba algún vecino! En esos casos, el vodka y el cognac eran parte de la fiesta. Sobre todo el día en que me habían organizado la despedida: allí sí, las chauchas habían quedado para el recuerdo y la mesa (parecida a la de una cena navideña) se encontraba repleta. En ese momento la felicidad, la gratitud y la tristeza por la despedida se aunaban en un mismo sentir. Atrás quedaría la alegría de mi primer día en la ciudad cuando, caminando por la calle céntrica Kirov, escuché una música que me era muy familiar. Pensé para mis adentros: detrás de esa puerta está ensayando un grupo de danza. Todavía no sé como me animé pero abrí la puerta y, efectivamente, estaban bailando. La emoción fue indescriptible, fue como llegar a casa; sumado a que, tras hablar con su director y comentarle que soy bailarina, me invitó muy gentilmente a participar de los ensayos durante mi estadía en Gyumrí. La gentileza de sus habitantes está a la orden del día, y sobran ejemplos. Por sólo mencionar uno: a la semana de llegar a Gyumrí decidí ir a la peluquería mas próxima y cortarme el cabello (el calor me obligaba). El cortés peluquero no sólo entendió perfectamente mi deseo sino que nunca aceptó que le pagara por su trabajo. Durante mi estadía me toco vivir la movilización de la ciudad debido a la visita del presidente ruso, Dimitri Medvedev. La comunidad estaba dividida en opinión: algunos estaban de acuerdo con la gran festividad que se preparaba en su honor y otros criticaban la postura del gobierno armenio de querer aliarse política y estratégicamente con su vecina Rusia en lugar de alinearse con Estados Unidos. Eso es lo que se palpa en ciertos ámbitos mas académicos: aún se huele ese aire a guerra fría y una discusión que, tal parece, por aquellos horizontes no ha culminado. Una semana entera se discutió en mi lugar de trabajo (la Galería de Arte Moderno de Gyumrí) acerca de la visita de Medvedev y su significancia. En vista de la realidad actual, muchos son los que anhelan volver al antiguo régimen comunista –paradójicamente, hasta el mismísimo párroco de la ciudad me lo ha confesado. Hoy en día, un adolescente que quiera emprender un estudio universitario en esta ciudad debe contar con unos ochocientos dólares anuales que –a esta altura ya resulta evidente- para el promedio de la población es una cifra casi imposible de reunir. Ahora bien, acerca del tiempo y sus quehaceres, para los gyumretsí somos nosotros quienes derrochamos el tiempo. Mujeres de mi edad (27 años), sin casarse y sin hijos, son consideradas casi como “un caso perdido”. De hecho, mi hermana “postiza” Anna, un año menor que yo, no sólo estaba casada hacía varios años sino que además tenía dos hermosas hijas, Kohar y Natalí. Durante toda mi estadía, la pregunta que escuché hasta el hartazgo fue: “¿Y cuando tenés pensado casarte? ¡No pierdas el tiempo!” La sobra de tiempo también tiene su lado positivo. Siempre hay un momento para tomar un surdj (café) con amigos o con las familias –uno, que terminan siendo miles. Además, Gyumrí es una ciudad maravillosa para quien la visita. Basta con tener una tarde libre para acceder a los ensayos del increíble conjunto Kohar, y la emoción está garantizada. Muy amablemente te permiten el acceso, te ofrecen sentarte y deleitarte escuchando a más de 100 músicos en vivo, cantando e instrumentando casi para uno sólo… Aquellos momentos son los que verdaderamente no tienen precio. Pocas veces me pareció tan hermoso un “Hair Mer” como el que escuché a capela y dirigido por el gran maestro y director Sebouh Apkarian. Delante del predio donde se realizan los ensayos del Kohar está el único espacio – bar ultra moderno de Gyumrí. Este lugar es el único que ofrece Wi-Fi en la ciudad y, si bien no siempre la conexión es la ideal, sus enormes sillones blancos situados en amplios decks rodeados de televisores de plasma ofrecen un ambiente propicio para el que necesite una dosis de Occidente, de sus tiempos y sus formas. Pero para quien vive en el barrio Aní, Pizza Jazz es el lugar de encuentro. Mucho menos moderno que el anterior, pero más propicio para tomar unos tragos. La única condición es regresar a casa antes de que anochezca ya que, en Gyumrí, la vida parece terminar a las ocho de la noche. Los bares cierran, y sólo el que se encuentra delante de los ensayos de Kohar permanece abierto hasta medianoche. Pero pocas veces uno se anima. El problema en esta ciudad no es la inseguridad (tal como la entendemos en Latinoamérica): aquí el peligro son los perros. Aunque parezca un tema menor, en esta ciudad son una verdadera amenaza. Los perros suelen atacar por las noches al atrevido transeúnte que ose atrevesar sus calles. Una madrugada me tocó salir de mi casa cuando aún no había luz, para llegar al micro que nos llevaría a una excursión. Lena, siempre atenta, me regaló su garrote lleno de clavos que, para mi asombro (y mi miedo, que escalaba a medida que se acercaba el momento de caminar esas calles sola y en penumbras), me dijo: “Si se te acerca un perro, no dudes: es él o vos”. Finalmente llegué hasta la iglesia recitando para mis adentros una frase que mi tía me había enseñado hace muchos años: “San Roque, San Roque, que este perro ni me ladre ni me toque”… No sé si fue gracias a la oración o al garrote, pero los perros pasaban por mi lado y sólo me observaban atravesar esas calles desoladas perdidas en el tiempo. El tiempo, aquél que urge en Yerevan y parece detenerse kilómetros después del Arakadz. Se detiene en la ciudad de Gyumrí. Nazarena Arabean* *Es Maestra Nacional de Danza, egresada del Taller de Danza Contemporánea del Teatro San Martín y licenciada en Ciencia Política. Vivió dos meses en Gyumrí, relevando y clasificando piezas de arte soviético en la Galería de Arte Moderno de la ciudad.]]>