Sobre tiempos y destinos
Salvador es un popular comunicador uruguayo. Durante muchos años condujo un éxito radial del otro lado del río. Un viaje a Armenia, a fines de 2017, modificó radicalmente su percepción de la temporalidad y le enseñó que es posible -¡y recomendable!- “sumergirse en la vida y sus sorpresas”
Hace casi veinte años que me dedico a la comunicación. Casi todo ese tiempo he trabajado en radio y en ocasiones también en tevé y prensa escrita. A mí, como a mis compañeros, me ha tocado vivir en ese tiempo experiencias infrecuentes, de esas cuyo movimiento lo dejan a uno en un nuevo lugar respecto de lo que venía siendo.
Con “Justicia Infinita”, el programa de radio en el que trabajé casi toda mi vida, hemos tenido la posibilidad de comunicar y compartir diversas experiencias maravillosas. Varias de ellas relacionadas al misterioso afecto creado a través de la cotidianidad en el vínculo de unas voces y unos oídos: eso que llamamos “magia de la radio”. Hemos viajado por varias ciudades del mundo, donde intentamos transmitir lo que íbamos viviendo, tratando de acercar un poco a través de nuestros relatos orales algo de la diversidad que ofrece el mundo respecto de los puntos de vista para vivir esto que llamamos vida.
Pero a pesar de toda esa experiencia previa, jamás estuvimos preparados para lo que sucedió hace un año: “Justicia en Armenia”.
Ninguno de los integrantes del programa tenía un vinculo con Armenia que fuese más allá del natural interés por una colectividad clave en la construcción identitaria de nuestro país (Uruguay) –hecha, dicho sea de paso, de corrientes migratorias de los más diversos rincones del mundo. En Uruguay lo armenio es tan uruguayo como el mate, por la sencilla razón de que estuvo siempre. Al punto de que si tuviésemos que hacer un Top 3 gastronómico para contarle al mundo, uno de ellos es sin duda el Lehmeyún que, como dice un amigo, “es un plato nacional”.
La idea de ir a transmitir una semana completa desde Armenia fue una iniciativa nuestra, atraídos por la circunstancia de que, para la mayor parte del mundo, Armenia es asociada más rápidamente a una diáspora que a un lugar concreto. Y también porque nos interesaba tomar contacto con sociedades que hubiesen recibido duros golpes y de los que pudiésemos aprender a levantarnos cuando nos ocurren. Allí nos pusimos en contacto con amigos de UGAB Uruguay y UGAB Argentina, que facilitaron que esa experiencia pudiese concretarse.
Solo puedo pensar en nuestros días en Yerevan como un breve punto en mi vida en el que todo cambió para siempre. No mi percepción sobre Armenia, lo que sería obvio pero también superficial. No, me refiero a mi propia vida, mi perspectiva para transitarla. Y si bien no quiero hablar por nadie más que por mí, sospecho que no mentiría si dijera que eso nos pasó a todos quienes estuvimos allí transmitiendo.
A mí el tiempo me obsesiona desde que tengo memoria (tal vez el único lugar en que pueda asentarse el tiempo). Sus misteriosas galerías, sus recorridos cuyo sentido solo nos resulta develado en determinadas oportunidades. Su extraño sentido del humor, de simetría, de compensación, su eventual crueldad o sus bienvenidas sincronías.
Visitando el monasterio de Keghart, un curioso comentario me hizo reflexionar acerca de las diferentes percepciones que tenemos sobre el tiempo, generalmente basadas en nuestras propias experiencias. Me encontraba asombrado como un niño que conoce personalmente a Mickey Mouse, mirando las construcciones exteriores, cuando alguien me dice “Pero esto que estás viendo es nuevo, lo más interesante está adentro, en las cuevas. Esto ya es del siglo XIII o XIV”. ¡Siglo catorce! “Nuevo”, me dijeron, y yo, que vengo de un país que no existió como tal hasta el siglo XIX, me reí.
Comprendí rápidamente que Armenia y el tiempo establecen un vínculo muy particular. Que encontrarse con una construcción de seis siglos de historia equivale a lo que en otra parte del mundo puede ser toparse con un paraguas perdido la semana pasada.
También aprendí de los hilos que conectan la historia y preservan la memoria. A veces son fuertes y más visibles, como el monumento al Genocidio Armenio, donde todos lloramos el dolor humano y nos acompañamos como se acompañan quienes resuenan en el dolor del otro. Y otras veces son más sutiles, como el trabajo de Matthieu, un joven armenio y franco/uruguayo que a diario aprende el arte milenario del jachkar, ese otro antídoto contra el olvido. O como el mismo Matthieu nos contó, la historia (aún no puedo ni escribirla sin ponerme a llorar de emoción) que tuvo como protagonista una gran bala de fusil que le regaló un joven armenio. Esa bala fue tallada pacientemente por ese joven durante su servicio militar hasta hacer en ella un hueco largo y convertirla en un bolígrafo. Luego se la regaló a Matthieu, pidiéndole que le mostrara al mundo que en Armenia los jóvenes quieren cambiar las balas por bolígrafos.
Vi algunos veteranos un poco nostálgicos del viejo abrigo del soviet, vi algunos jóvenes celebrando su independencia más allá de circunstancias, aquello que Salvador de Madariaga retrataba en la frase de “En mi hambre mando yo”. Pero sobre todo, vi la verdad de un pueblo dispuesto a compartir lo que tenga, sea lo poco que sea. Pero no lo vi como un slogan, no lo vi como una de esas cosas que les gusta a todos los pueblos decir de sí mismos para mirarse condescendientemente. No. Lo vi de verdad, lo vi en la práctica, lo vi ser muchísimo más que un discurso. Vi la solidaridad siendo. Lo vi en la generosidad de TUMO, esa escuela tecnológica gratuita para jóvenes que es modelo y envidia en el mundo, y lo vi en el humilde vendedor de mercado, compartiendo con nosotros los pocos pedazos de queso y el resto de vodka que tenía para agradecer una charla de al menos unos minutos.
Luego de algunos días con la sensación de que llevaba meses en Armenia, por la cantidad de cosas que hacía y veía a diario, por la cantidad de emociones intensas que nos atravesaban, me pregunté: “¿qué cosa hago yo con mis días que no son todos así?”. Me interpelé a mí mismo sobre la elección de sumergirse en la vida y sus sorpresas, sus emociones, o de transcurrirla como una sala de espera en la que a veces nos podemos entretener mirando un cuadro en la pared.
Me sentí tremendamente afortunado de conocer un lugar como Armenia, porque Armenia aún está un poco virgen en la percepción del mundo. La gente común sabe de Armenia porque sabe de su diáspora y su legado. Pero ¿cuánta gente común sabe que el mundo aloja ese tesoro un poco escondido? Confieso ese sentir afortunado porque no hay hoy, en 2018, muchos sitios vírgenes de pre-concepto. Yo mismo tengo vagas ideas (seguramente casi todas equivocadas) de lugares que nunca visité y que posiblemente nunca visite. Pero ¿un lugar con tal carencia de ideas previas? Eso me parece un regalo invaluable, si encima uno le agrega el hecho de que no se trata de una isla un poco desierta en medio de un océano. No, se trata de un lugar donde dialoga una ciudad moderna del siglo XXI con entornos rurales de quince siglos atrás. Se trata de uno de los pueblos más antiguos del mundo y está ahí, tímidamente, con el sano pudor de no auto promocionarse. Pero para eso está uno mismo, que no tiene ese problema y yo puedo decir a los cuatro vientos que “No tienen la menor idea de lo que se están perdiendo al no sumergirse en esa tierra llamada Armenia. No se hacen la menor idea de la experiencia que no se están regalando a ustedes mismos, háganlo sin falta”.
Pero aunque haya muchos como yo, creo que sería importante que Armenia también gritara, que contara sin pudor que es un lugar hermoso compuesto de gente increíble. Porque esto es rigurosamente cierto. Me encantaría que la próxima vez que fuera a Armenia viera un país mucho más conectado, con más jóvenes viviendo en él y donde ya no sea un secreto para nadie que es un país maravilloso, sino una obviedad para todo el mundo. Para esto tienen ya lo más importante: una capacidad de recibir que yo he visto pocas veces. Una identidad tan segura de si misma que no teme mezclarse con otras.
Yo estoy enamorado de Irlanda (fui ocho veces ya), y me enamoré porque un día, durante las fiestas de San Patricio, vi un cartel que decía “En San Patricio todos somos irlandeses”. Y como yo sé que eso es verdad y no solo un slogan, también sé que no es solamente así en San Patricio sino todo el tiempo. Que reciben gestos extranjeros con gusto y comparten lo que ellos son, sin complejo de ser más ni menos que nadie, sino simplemente lo que son, otro pueblo maravilloso. Bueno, Armenia es igual, pero aún no lo sabe la cantidad suficiente de gente. Y es importante que lo sepa.
Y luego aprendí lo que posiblemente haya sido el mayor de los regalos que nos dio Armenia y su gente. A las pocas horas de llegar conocimos a Harut, un joven armenio que trabajaba como mozo en una cervecería de Yerevan. Allí nos sorprendimos ante el hecho de que hablara español y nos contó que se debía a su fanatismo de toda la vida por Natalia Oreiro (si, la Natalia uruguaya que Argentina recibió con su brazos abiertos hace tantos años). Se nos puso en la cabeza invitar a Harut a nuestra transmisión e intentar con la fuerza de nuestros oyentes y producción encontrar a Natalia para ponerla al aire en contacto directo con Harut.
Como si fuese un guión cinematográfico, en nuestros improvisados estudios en la hermosa y modernísima sede de AGBU en Yerevan, Natalia salió al aire en el último minuto de nuestro programa, como si fuese un gol sobre la hora para ganar la Copa del Mundo. Saltamos, nos abrazamos, lloramos, compartimos la alegría de Harut diciéndole en directo a su ídola todo lo que sentía.
Fue tal la emoción en aquel estudio y lo que se vivía con nuestra enorme audiencia en Uruguay, que por esos días Harut fue un tema nacional. Todos celebraban lo acontecido. Al punto que pocos días después invitamos a Harut a pasar con nosotros unos días en Montevideo, donde lo sorprendió un trato de estrella internacional. La gente lo paraba permanentemente en la calle para sacarse fotos con él, lo llenó de regalos de todo tipo y hasta fue recibido personalmente por la Ministra de Turismo, quien le hizo un recorrido personal por un mirador, conversó con él y lo llenó de regalos.
Pero faltaba la frutilla a este postre. Y así, llevamos a Harut a Buenos Aires a conocer personalmente a Natalia Oreiro. Ella lo recibió con un concierto sorpresa en su sala de ensayo para un público conformado exclusivamente por él mismo. Conversó una hora con él, lo abrazó, intercambiaron regalos, se emocionaron y nos emocionaron a todos saludando sus humanidades repletas de amor.
Harut volvió a Uruguay para despedirse en una fiesta multitudinaria frente a la radio, donde centenares de personas lo abrazaban y le cantaban “Uruguayo! Uruguayo!”. Uno de los mensajes que recibimos ese día decía “Trajimos a Harut para hacerlo uruguayo y la verdad es que él terminó haciéndonos armenios a todos nosotros”. Otros mensajes nos decían cosas como “Soy armenio, y esta semana, por primera vez, en mi trabajo la gente no deja de preguntarme cosas, de querer saber. De pronto algo que nunca había llamado la atención ahora es el centro de las conversaciones del día”.
Pero sobre todo, resonaba en todos y cada uno de los mensajes de aquellos días la frase que nos regaló Natalia Oreiro aquel día que la pusimos en contacto con Harut desde Armenia. Fue una frase que utilizó para responder sobre nuestra incredulidad al respecto del tiempo, las sincronías y casualidades que nos habían llevado hasta ese momento. Y fue una frase, adoptada también por la gente, para resumir toda esta experiencia y tal vez el propio misterio de las cosas. Dijo: “El destino es cosa seria”.
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